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Una inflexión en la arquitectura de posguerra.

By abril 7, 2019 No Comments

Una inflexión en la arquitectura de posguerra.

José Antonio Corrales

Con la muerte de José Antonio Corrales el 25 de julio en el año 2010 desaparece una de las figuras claves para entender lo que fue la arquitectura española en la segunda mitad del siglo XX. Nacido en Madrid en 1921, estudió arquitectura en la escuela técnica superior de la capital (ETSAM), titulándose en 1948. Tras unos años de aprendizaje en el estudio de su tío, el arquitecto Luis Gutiérrez Soto -años que le permitieron un conocimiento de la práctica profesional del que hizo gala a lo largo de su dilatada carrera-, se asoció a mediados de los años cincuenta con Ramón Vázquez Molezún, pasando a formar parte del grupo de inquietos arquitectos madrileños dispuestos a recuperar el terreno perdido tras la guerra.

El rescate de la modernidad se convirtió en la meta de un bien nutrido grupo de arquitectos, entre los que se encontraban, por citar algunos nombres, De la Sota, Sáenz de Oíza, Carvajal y García de Paredes. Dicho grupo se distanciaba generacional e ideológicamente de Fisac, Cabrero, Aburto y Cano Lasso, activos ya como arquitectos en los años cuarenta.

Pronto, en 1958, una obra singularísima, el Pabellón de España en Bruselas, permitió apreciar a todo el mundo la capacidad de Corrales y Molezún como arquitectos. El Pabellón de Bruselas era toda una bocanada de aire fresco en un todavía enrarecido ambiente arquitectónico. Era un edificio ajeno a toda la retórica que había dominado la escena arquitectónica de los años anteriores. Era flexible, ligero, capaz de reconocer la topografía y adaptarse a cualquier perímetro. Incorporaba la industria, haciendo uso de la geometría, y era susceptible de ser recuperado, como de hecho ocurrió más tarde. Era sensible a los materiales y daba lugar a todo un espacio complejo que algunos críticos asociaron con el espacio fragmentado e infinito que hemos aprendido a ver en la Mezquita de Córdoba. Bruselas consolidó su maestría.

Entre las obras de aquellos años cabría mencionar las Escuelas de Herrera de Pisuerga (1954); la Residencia de Miraflores de la Sierra (1957), en colaboración con Alejandro de la Sota; las Casas de Almendrales (1959); el edificio del Reader’s Digest en Madrid (1962); la Casa Cela en Palma de Mallorca (1962); las Casas de Elviña en A Coruña (1964); el Parador de Turismo de Sotogrande (1964); la Casa Huarte de Madrid (1965); el edificio Balbina Valverde (1966); los hoteles de Maspalomas (1965) y La Manga (1969); etcétera.

En todas ellas se manifestaba un absoluto dominio del lenguaje y de la construcción que les permitía abordar los más diversos temas en clave moderna. Convendría también no olvidar sus proyectos para concursos -en muchos momentos brillantísimos- sin que quepa en una nota como esta mencionarlos. Y otro tanto ocurre con los muchos edificios privados e institucionales que, bien solo o bien en compañía de Molezún, proyectó a lo largo de su carrera.

Pero sería equivocado pensar que el rescate de la modernidad que aquellos arquitectos buscaban estaba dictado tan solo por un afán estético. Había, y en el caso de José Antonio Corrales de un modo muy especial y muy propio, un compromiso ético. La modernidad no era solamente una cuestión lingüística, era el compromiso con toda una forma de vida. Para él, la estética de la modernidad implicaba toda una ética. Para él, la arquitectura moderna era la expresión de un modo de vida más justo, más acorde con sus convicciones, con su modo de entender la vida en sociedad.

Fue un convencido de estos principios toda su vida y ello se refleja en su dilatada obra. Su valiosa contribución a la arquitectura de vivienda, sea colectiva o individual, bien lo prueba.

Si tuviéramos que destacar dos obras en esta apresurada nota, acudiría, por un lado, a la compleja arquitectura urbana de Elviña en A Coruña y, por otro, a la casa que para los suyos construyó en los alrededores de Madrid en 1997. Obras sin concesiones, radicales, en las que el uso de un material -como los tableros de madera aglomerada en su casa- o la estructura de corredores y comunicaciones verticales en Elviña, nos ofrecen inesperadas experiencias vitales. Eran aquellas sorpresas, hijas de una lógica constructiva recién descubierta, las que perseguía. Así también en sus propuestas como diseñador, que le llevaban a proyectar una mesa o una silla con el mismo entusiasmo que un edificio institucional.

Mantuvo esta fe en la modernidad a lo largo de toda su vida. Incansable en el trabajo -que hacía con gusto, pues sentía por su oficio, por la arquitectura, auténtica pasión-, estuvo activo hasta el final de sus días, tomando parte en numerosísimos concursos sin que decayera su entusiasmo por la arquitectura. El examen de sus últimos proyectos daría fe de cuánto mantuvo sus principios sin condescender con las tendencias y las modas. Dedicó los últimos meses de su vida a poner en orden su archivo, lo que, con seguridad, le permitió ver en perspectiva lo que había sido su obra, a la que se había entregado con una pasión solo comparable por la que sentía por el cine y la poesía.

Cuando hace unos meses se publicó un libro con ocasión de la concesión del Premio Nacional de Arquitectura 2001 que recogía su obra, José Antonio Corrales recordaba en el prólogo cuánto le impresionaba la frase de Le Corbusier que dice: «La clave está en mirar, observar, ver, imaginar, inventar, crear». José Antonio Corrales ha vivido fiel al contenido de esta sentencia en compañía de su mujer, Isabel Lantero, y de sus seis hijos, que han tenido la fortuna de compartir con él su forma de vida.

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